Uno de los agregados más comunes a la palabra “vida” es la idea que lo enlaza con las relaciones del amor en pareja. Amar, desde antiguo, es cosa de dos. Vida en pareja quiere decir compartir un mismo camino, o, al menos, andar juntos en el jardín de las delicias donde los enamorados procuran encontrarse a pesar de que el sendero se bifurque. Otros, alejados del juego de espejos borgiano, prefieren la metáfora del invernadero para imaginar la peculiar esfera protectora inherente a la vida en pareja: un lugar que se levanta en medio de un terreno inhóspito, incluso hostil, edificado con severa solidez en su estructura, de interiores cálidos y ventilados con el fin de proteger lo que allí crece, exhibiendo su armonía gracias a la uniforme transparencia de sus cristales.
Así, la imagen idílica de una pareja capaz de construir un espacio compartido funciona como bastión a prueba de cualquier imprevisto venido del exterior. Sin embargo, hace tiempo que la estructura de este invernáculo se oxido, por así decirlo, y sus cristales se rompieron en mil cachitos. Los parámetros a este respecto han sufrido severas modificaciones en su escala de valores. Amar puede ser ahora una posibilidad entre los miles de amigos en Facebook de una sola cuenta. Hemos cruzado la línea fronteriza que limitaba los problemas de la vida en pareja a un asunto de mera compatibilidad emocional entre dos personas. En este tiempo de profundas e impredecibles reconfiguraciones de la vida en pareja, cabe pensar, desde luego, en las amenazas u obstáculos que la acechan.
Partiendo de esa zona de peligros latentes, la perspectiva recibe un revés inesperado. No se trata de descubrir aquellas cosas que nos hacen constituir una sociedad, pertenecer a una comunidad política o hasta vivir en pareja. El enfoque parece detenerse, inquietantemente, en aquello por lo que “no” nos sería posible relacionarnos en los términos de confianza y de identificación de afinidades desde los cuales se establecen las relaciones personales. La primera línea del texto de Baudelaire titulado Los ojos de los pobres, tenía que encabezar este artículo: “¿Quieres saber por qué te detesto hoy?”.
“Será más fácil para mí explicarlo que para ti entenderlo”. En esta estremecedora escena que anuncia las calamidades que la esfera privada de la intimidad en pareja sufriría en las grandes urbes del mundo contemporáneo, el amante se siente de tal modo distanciado de su amada que es capaz de tratarla como a un total extraño, sabe de la tarea casi imposible de poder entenderse mutuamente a pesar del amor que siente por ella. La ruptura revela la fragilidad de los lazos que unen y apuntalan la vida en pareja, esta pude deberse a una diferencia ideológica, de estilo de vida, de la forma en que cada uno concibe el estar juntos. Basta que una diferencia crucial, reveladora y significativa, aparezca para que la vastedad de coincidencias afectivas se derrumbe.
Nuevamente, las consonancias en la pareja, encontradas desde el inicio o co-construidas en el curso de la relación misma, son las encargadas de mantener el barco a flote. Estás afinidades rondan tanto los gustos como los proyectos en pareja, algo que los individuos siguen enfatizando a pesar de que las formas de contacto entre los grupos sociales se hayan diferenciado tanto que hoy en día no es descabellado pensar en nuevos paradigmas como el amor cibernético o el poliamor.
Amamos como si el ferviente intento por tomarnos de la mano fuera impedido por el salvavidas que cada uno de nosotros trae por separado, apretándonos el pecho en medio del mar de la incertidumbre. Desequilibrios en la actividad erótica, indefinición de roles en la paranoica relación de género, rompimiento con canales de comunicación tradicionales entre las parejas, formas sofisticadas de violencia crónica y silenciosa al interior de la pareja, nuevos frentes de desconfianza y conflicto abiertos por los accesorios tecnológicos, precariedad económica y material como factor determinante en la sensible reducción de las aspiraciones y anhelos para un proyecto compartido, todo esto actúa como el ruido de fondo de nuestro tiempo. Las esferas por donde transita la vida social en sus ilimitadas interacciones se han desbordado en un mar de estímulos, estilos de vida, formas de contacto y de expresión.
Como ejemplo vasto pensar en los modernos objetos de la dispersión y en su intrusión grosera en los espacios privados. Familias enteras sentadas en torno a una mesa de su restaurante preferido en la que cada miembro es “distraído” por su artefacto tecnológico en turno, parejas que pueden ir de la mano mientras la mano que queda libre está lista para atender cualquier novedad acaecida en su red social. Juntos y distantes, como dos sujetos, mudos y sordos, que ponen en contacto sus espaldas. Si el enemigo a vencer del invernadero estaba en un exterior amenazante, ahora, en la sociedad de la comunicación, el peligro duerme debajo de la almohada o se anida en el bolsillo del pantalón.
Nos toca hacer frente a un mundo volátil, fluido, regido por la fugacidad de lo efímero; nos toca reconfigurarnos desde la trinchera individual e inventar, imaginativamente, formas de relación que garanticen y restablezcan la confianza y los vínculos de solidaridad de la vida en pareja. Apelar a la sencilla complacencia de estar simplemente juntos. Para ello se precisa de un trabajo previo dirigido a cuestionar y rechazar la manera en que reproducimos formas obsoletas o generamos otras novedosamente agresivas. Estar listo para estar junto al otro, encontrar el amor en pareja a la manera que Octavio Paz cuenta en una carta, encontrarlo “no antes sino después, cuando ya sabía que podía estar solo y que, por tanto, podía compartir, podía estar acompañado y ser compañía”.
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