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Javier González

Mínimo Miguelito.

Actualizado: 6 sept 2023


Miguelito era minimizado por sus padres. Ya desde el uso del diminutivo se notaba que lo veían por encima del hombro. Sin embargo, éste era un chico agrandado de 7 años, con buen oído para la música, incluso para asuntos domésticos. Por ejemplo, advertía cuando su madre dejaba caer, por descuido, alguna aguja o alfiler. El tintineo del metal, al chocar con el suelo, era captado por el niño con insólita nitidez.

Cuando empezaron los pleitos entre sus padres, y los gritos que se dirigían alcanzaban altos decibeles, Miguelito escuchaba cada palabra como si fuera una flecha clavándose en su pecho. En ocasiones lo encontraban dentro del ropero, hecho un ovillo, tapándose los oídos enérgicamente con una almohada o alguna prenda. Sin embargo, los pleitos maritales continuaron y Miguelito, a través de su oído prodigioso, terminaba viviendo el conflicto sónico en carne propia.

La llegada de un xilófono -un obsequio parental- aminoró los disgustos del niño agrandado. Las notas que extraía del instrumento, con rabiosos baquetazos, suavizaban los gritos de la pareja. Pero hubo una ocasión en que varias notas extraídas del xilófono coincidieron con los gemidos de su madre, luego de que ella se enredara con papá en un coito de reconciliación. Miguelito logró que el orgasmo de mamá se sincronizara con su ejecución y, en poco tiempo, fue capaz de ajustar la escala cromática de tal modo que emulara las palabras, gemidos, quejas y cualquier manifestación auditiva proveniente de seres humanos.

Una tarde, al llegar temprano de la escuela, escuchó gemidos, distintos a los de mamá, que emergían de la recámara. Al aguzar el oído también percibió los jadeos del padre. De inmediato fue a su habitación. Tomó el instrumento de madera, colocándolo sobre sus piernas, y empezó a aporrear violentamente sus láminas con las baquetas, como si quisiera extraer melodías sangrantes. La pieza musical truncó la infidelidad del padre. Los ruidos sexuales cesaron de pronto y, de la recámara, emergió una pelirroja de escasa vestimenta. Al verla detuvo los baquetazos y dejó que la chica le diera un beso en la mejilla. “Perdóname”, le dijo ella al oído, y abandonó la casa. El padre profirió la misma palabra desde la puerta de la recámara, pero tuvo vergüenza de encararse con el chico. Rápido desapareció, internándose de nuevo en la habitación mancillada.

Otro día escuchó a mamá que reclamaba al padre el descubrimiento de un arete detrás de la cabecera de la cama y cabellos rojos entre las sábanas. El xilófono fue como un bálsamo para el niño grande, quien resguardó sus oídos tras las notas del instrumento. Deseó, en ese momento, que el xilófono apaciguara la ira de sus progenitores, y ocurrió así: los padres cambiaron los insultos por besos y caricias.

Tras varias semanas los oídos de Miguelito presenciaron la infidelidad de mamá. Eran sus gemidos, de eso no había duda, pero desconoció el jadeo varonil que escapaba de la recámara. Aplicó la misma estrategia, pero esta vez el amante no truncó el coito ni salió de la recámara. En cambio, los ruidos de la calle que anunciaban la llegada de papá resultaron perceptibles tanto para él como para mamá. Escuchó, con claridad, cómo ella se preparaba para salir airosa de aquel problema, escondiendo al amante en el clóset de la habitación nupcial.

El padre entró en la recámara sin saludar a mamá, quien se aliñaba el cabello frente al espejo del tocador. Miguelito afinó el laminófono y deseó, con todas sus ganas, que su mensaje musical sedujera los oídos del amante. Apenas se escuchó la pregunta de papá dirigida a la madre: “¿qué haces aquí tan temprano?” Sin esperar respuesta el amante se vio forzado a salir de su escondite, impelido por la fuerza hipnótica del xilófono. Miguelito captó la amenaza que el padre dirigió al amante y cambió de ritmo. Sus baquetas descendieron sobre el laminado del instrumento con suma cautela, suavizando así la tensión que envolvía aquel triángulo amoroso.

El amante se retiró con parsimonia y, antes de abrir la puerta que daba a la calle, alzó la mano en ademán de despedida. Miguelito sonrió, a modo de saludo, y siguió tocando el instrumento con tal dulzura que las palabras de los padres fueron, poco a poco, descendiendo a un nivel de concordia que dio paso, sorpresivamente, a un acto sexual tranquilo y, a su vez, apasionado.

Con plena conciencia de su don musical llevó el xilófono consigo a todas partes. En el parque encontró a una pareja de ancianos que discutían por nimiedades, mientras daban de comer a las palomas desde una banca. Con su ejecución logró que la pareja senil terminara abrazándose e intercambiando besos, como si fueran adolescentes. En la fiesta de cumpleaños de uno de sus vecinos hizo que un padre y madre solteros se fascinaran mutuamente y aceptaran encontrarse, más tarde, en una cafetería. En la escuela, durante el recreo, vio a una niña y un niño reñir, pues el segundo había matado a una mariposa de un pisotón. Miguelito se sentó sobre el césped y extrajo xilófono y baquetas de su mochila. Luego pidió a ambos que lo escucharan con atención. Quería cortar de tajo sus infancias, desterrarlos para siempre del jardín de la inocencia. Comenzó a tocar su instrumento con suavidad y consiguió que los chicos se besaran como si fuesen protagonistas de un romance fílmico.

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