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Jorge Rafael Martínez

La expresión socio cultural de la muerte o pérdida de un ser querido en México.


En esta temporada, un sinnúmero de culturas dejan ver sus diversas expresiones hacia la muerte y esta de ser un hecho natural que determina el fin del ciclo de existencia de un organismo biológico, como lo somos y que esta circunstancia, deja de ser algo hasta necesario, desde una lógica de regeneración de cualquier especie para dar paso a una expresión colectiva que coadyuva no solo a superar el dolor de pérdida, sino que además permite a los integrantes de una célula social, dar viabilidad al deceso de un ser querido

Desde tiempos inmemoriales, la humanidad ha coincidido en sus creencias el dar por asentado que existe un más allá, un continuo que vence a la mortandad y esta victoria se manifiesta en nuestra percepción social como un cielo y/o infierno, una reencarnación, etc. Estas distintas ligas y creencias basadas en la fe, que mezcladas con lo imaginario de lo que pueda suceder después de la muerte, es lo que genera junto a los ritos de paso del bautizo y matrimonio, las mayores manifestaciones religiosas y culturales que nos generan y mantienen en una constante revitalización de nuestros elementos de pertenencia hacia una familia determinada, región y/o nación. Desde la Europa Medieval las creencias en torno a una serie de manifestaciones paranormales que inspiradas en antiguos ritos celtas, romanos y cristianos, llevaron a lo largo de los siglos una serie de costumbres que se desarrollaron alrededor de la muerte y que encontraron en España el embudo histórico que recogió gran parte de esas tradiciones culturales, enriquecidas con la herencia árabe y su mística, tan interesante hacia la expiración de la vida. Todo este collage socio-histórico-cultural, llega a La Nueva España y curiosamente se adecua en su relación al rito de paso de la muerte y su reconstrucción. Ahora bien, todo esto impactaba de manera constante las relaciones familiares y también de pareja que es lo que abordaremos adelante. El núcleo familiar amplio que se generó desde los inicios de la época virreinal, permitía que al morir la cabeza de la familia (El Don, líder, guía y padre de toda la familia), tuviese en la figura sumisa, pero heroica de la Madre, la sustentabilidad moral y religiosa que le permitiría a este mismo grupo, determinar su herencia generalmente en la figura del primogénito que sucedería al fallecido. El entretejido religioso recaía en gran parte en el lado femenino de la misma familia, pues este segmento se encargaba de la generación de los novenarios, misas y demás entierros que además llevaban consigo acabar de sepultar al difunto permitiéndole pasar a mejor vida, pero no solo a él, sino también, a sus mal llamados segundos frentes; las cuales eran también literalmente enterradas en vida sin más derecho que ser recordados como los bastardos y la otra u otras según fuera el caso. Así el rol de las viudas era el bastión para comprender la supervivencia de una cultura que fue gradualmente cimentándose a lo largo de los siglos y desarrollo una visión muy propia hacia la muerte del o la cónyuge; generando como ya se comentó la cultura de la viuda. Esta la Viuda tenía la altísima responsabilidad por tanto de mantener la estabilidad del núcleo familiar y amparada bajo las reglas de la moral y alta religiosidad que la amparaban sobre todo hacia el comportamiento y formación de la hijas y en no pocas ocasiones disculpando los machismos y andanzas de los hijos. Al morir la Viuda, generalmente quedaba alguna tía o tías que tomaban su lugar y la esposa del primogénito empezaba su largo peregrinar preparatorio para ser esa gran Dama que la familia le exigiría. Así la muerte tenía una valor de reproducción cultural constante, que favorecía la conservación de estos estadios de roles en los que el culto a la muerte era curiosamente uno de los pilares de la fuerza familiar.

La figura de la “Adelita revolucionaria”, genera valga la expresión “un revolutivo” en la concepción de la mujer del pueblo y su manera de encarar la perdida, de su hombre; sumándose a otra tropa, juntándose con otro revolucionario. Ya en la segunda mitad del siglo XX y en este siglo, la nueva realidad de la mujer mexicana y su papel como proveedora y en no pocas ocasiones como madre y padre, al paso de los años, ha generado un nuevo reencuentro con las formas de venerar su memoria, cuando esta muere. En la actualidad tenemos que muchas mujeres que mueren mucho más jóvenes debido en gran medida a los nuevos roles de trabajadora, han generado mujeres con mayores afecciones cardiacas dado la presión a que se ven envueltas y aunado a una desnutrición o mala alimentación, polución, etc. Un ejemplo de lo anterior lo son las mujeres que han laborado, los últimos 25 años en las maquilas, desde el auge de estas en la franja norte del país y que atrajo a miles de mujeres provocando una migración que conllevó también la peregrinación de usos, costumbres y celebraciones hacia la muerte.

Curiosamente estas migraciones han influido en una revaloración hacia la muerte, la cual ahora también se vincula en una relación de veneración a la madre trabajadora fallecida, en las trincheras de la maquila y que dio su vida por los hijos y cuyas circunstancias la obligaron a abrirse camino a ella sola. En este sentido la figura paterna va quedando en rezago ante la creciente ola de divorcios y separaciones, lo que provoca que el culto al padre-varón, sea cada vez menor ante el que genera la figura materna que es cada vez más el punto de referencia y unión de la familia, su memoria colectiva y su sentir hacia la muerte; retomando la fuerza y el prestigio social de la antigua Viuda, solo que ahora también como proveedora y generadora de herencias económica y cultural.



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