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Javier González

Hasta que una mano nos separe.


Me caen mejor los hombres que las mujeres, son más ecuánimes y menos fantasiosos. Escuchan mejor cuando eres amiga y no una pareja.

Por eso prefiero tomar un café o una copa con amigos varones. Son más sinceros, no hay rivalidad, no están pensando en qué harían ellos en mi lugar, ni se ponen sentimentales cuando dan un consejo. ¡Son perfectos! Escribo esto en mi diario porque sí, porque lo hago desde la adolescencia. Mi terapeuta dice que es un hábito saludable, una forma de diálogo con uno mismo.

Esta tarde de viernes tomo café con Fer. Si lo comparo con mis amigas y compañeras de trabajo, diría que él sí tiene buen oído. Ni si quiera mi madre me escucha bien. Sólo está interesada en que me regrese a Monclova. Desde que vivo en Guadalajara sólo piensa en lo mucho que le duele mi ausencia. No es capaz de ponerse en mis zapatos sin sentimentalismos o chantajes. No le importan mis metas, ni las oportunidades de trabajo que encontré aquí. Ni siquiera agradece el apoyo que le dan mis hermanas, quienes siguen en Monclova, ocupándose de ella. Desde que papá la dejó sólo quiere apoyarse en mí. Quizás porque soy el sándwich, la hija de mediana edad a la que usa como báculo: sustituta del empleo que mi padre dejó vacante tras su infidelidad.

Y sí, quizá de manera inconsciente he preferido mudarme a Guadalajara para dejar de ocupar el sitio que perteneció a mi padre. La mujer más importante, la que me dio la vida, no está hecha para el diálogo. Y acá estoy en el café, con Fer. Nos atiende una morena flaquita que le coquetea, pero él finge o no quiere darse cuenta. Algunas mujeres son evidentes, lanzadotas.

¿Por qué sientes que se terminó?, me pregunta, y hace una pausa para sorber el moka. ¿Por qué quieres dejar a Sergio, si apenas llevan seis meses juntos?

Es muy distinto de lo que esperaba, le digo. En mi matrimonio con Juan, que sólo duró cinco años, siempre hubo buena comunicación, siempre supimos dónde estábamos, aunque no estuviéramos juntos. Nos lo comunicábamos: ya fuera si él iba a una junta de trabajo, o si iba al café a escribir, o si yo iba a echar la chela con los redactores a la salida de la chamba. Los primeros 3 años con él fueron geniales en la cama, en la amistad y en la comprensión. Fue una relación perfecta hasta el final. Incluso una vez que Juan se enfureció y lanzó una silla contra la pared, fue perfecta. Lo hizo porque le reproché que nunca me hiciera de desayunar en los cinco años que vivimos juntos. Y él se disgustó porque, según él, lo estaba comparando con uno de mis ex, quien sí me hacía el desayuno, y hasta la comida. Tenía buena mano para cocinar. Es curioso, ahora que digo “mano”, recuerdo que no me molestó que Juan estrellara la silla contra la pared, pero sentí que una de mis manos engordaba, se ponía pesada. Juan se disculpó por ese arranque de ira y yo ni me inmuté, sólo pensaba en mi mano derecha, que temblaba y sentía gorda.

Menos mal que no le reventaste la cara con una cachetada igual de gorda, dice Fer.

No seas menso, le digo, no me hizo enojar. Su berrinche me fue indiferente. Además, aún sentía cariño por Juan, aún lo siento, pero no de la misma forma. Juan y yo fuimos como dos amigos que, además de compartir la cama, también tenían un compromiso de fidelidad, de búsquedas similares, como la de perseguir el éxito en nuestros trabajos, viajar al menos dos veces al año y tener hijos hasta que hubiésemos visitado otros países. Pero Juan empezó a ensimismarse. Creo que él era eso que los gringos llaman selfcentered. Yo lo llamo simplemente egoísmo: un güey que solo piensa en su chamba, o en el libro que está escribiendo; un güey al que, además, le gusta experimentar con la fotografía y con mil oficios que no podrá perfeccionar, ya que todo el tiempo está boicoteándolos, al no especializarse en alguno de ellos.

Bueno, pero esas cosas tienen solución, dice Fer, pudieron haberlo hablado, ir a terapia de pareja, qué sé yo.

Me lo propuso, le digo, pero yo no quise ir. Me daba flojera. Y mira que yo no lo dejé a él. Nos dejamos mutuamente. Tras el lanzamiento de la silla y la acumulación de peso en mi mano, fue él quien propuso que pensáramos en la posibilidad de separarnos. Ya nos entendemos cada vez menos, dijo, somos como dos

hermanos que duermen juntos y comparten la mesa de vez en cuando. Por eso digo que hasta el final de nuestra relación fue perfecto. A Juan le molestaba que no tuviéramos sexo de manera frecuente, como lo hacíamos antes, en los primeros años. Le expliqué que pasaba por una etapa asexual de mi vida, y que por eso visitaba a la psicóloga. Pero él lo entendió de otra forma. En esas fechas empecé a correr por las mañanas, cosa que lo enfurecía. Él quería que a esa hora tuviéramos intimidad, en vez de que yo fuera al parque, pero a mí me no me gustaba el sexo por la mañana. Me sentía demasiado amodorrada como para sentir algo. Pero reconozco que un año antes Juan había empezado a caerme gordo, sobre todo cuando decía que las artes eran su máxima pasión, porque, entonces, ¿dónde quedaba yo? ¿Era yo su segunda pasión? Al menos Sergio me hace sentir como lo mejor que existe en el mundo. El problema es que nunca me avisa dónde está, o bien, si quedamos de vernos a las cinco llega tardísimo, dos horas después, como si fuera algo normal. Su reacción es disculparse una y otra vez cuando se lo reprocho. Me dice que tengo razón, que me ha fallado, y promete que no volverá a suceder. Pero sucede de nuevo, y se repite una y otra vez, y yo le pido que me avise dónde está. Le aseguro que no intento celarlo, sino solo tener comunicación, saber a qué hora lo veré, etcétera. Además, es muy desordenado: deja su ropa tirada en el suelo, no regresa los objetos a su lugar, es como un adolescente. ¿Sabes?, otra de las cosas que extraño de Juan es que con él los temas deportivos no eran de vida o muerte. A veces veíamos algunos partidos, pero nunca supeditados a lo que era más importante para ambos: pasarlo bien juntos, sin importar si se trataba de ver una película, ir de paseo, cenar en un restaurante o en casa, ir a una fiesta con amigos o salir de viaje.

La mesera nos interrumpe. ¿Queremos pedir algo más? Pido un caramel macchiato; Fer, otro moka. La mesera le coquetea de nuevo: ¿Fernando, ¿verdad? Anota el nombre en el vaso con un sharpie. ¿Con leche entera? Dispara una sonrisa a Fer, se cuelga de las políticas de atención al cliente para ligar.

Fer sonríe nervioso desde su silla, se yergue apoyándose en el respaldo, cruza la pierna. La chica le ha subido el ego.

¿A poco te gustan las flaquitas?, le digo. ¿A poco sí le dabas?

Jeje, pues, quizás, por currículum, dice. A ti no te gustaban los gorditos, ¿o sí? Obvio: se refiere a Sergio.

Pues me gustan los llenitos, le digo, Juan era llenito cuando lo conocí, pero la comida de Guadalajara no le gusta mucho, por eso adelgazó. Creo que fue otra de las razones por las que empecé a distanciarme de él, pero el problema de fondo fue que su interés hacia mí disminuyó después de tres años. Luego empezó a recriminarme que no fuera tan atenta con él como lo fui antes, y que no compartiera las labores de limpieza del depa, que lo dejara solo al hacer las compras del súper. Tampoco le gustaba que llegara tarde al depa. Le expliqué que yo no era culpable de los cierres de edición de la revista. A veces teníamos cierres de dos semanas en un solo mes. Tú sabes cómo son estas chambas, Fer. Juan no lo entendía, y además estaba el problema de que la empresa quedaba muy lejos del depa: una hora de ida y otra de vuelta. En cambio, Juan siempre estuvo cómodo, a 10 minutos de su chamba. Además, no le gustaba ir a las fiestas que daban mis amigos y compañeros de trabajo. Y cuando iba le resultaba difícil socializar, parecía estar ahí por compromiso. El colmo fue que una vez me invitaron a Oaxaca a comer unos hongos, pero Juan no quiso ir, prefirió quedarse en casa trabajando en uno de sus libros. Me fui con Sergio y otro compañero de trabajo. Y yo me sentía atraída por Sergio, no lo niego. Era como un cachorrito que requería ayuda. Incluso Juan se sorprendía de que Sergio no supiera beber, pues al menos en dos ocasiones tuvimos que acompañarlo a la salida del bar. Lo abrazamos, uno a cada lado, para evitar que se cayera. Pero algo hacía enojar a Sergio: se ponía raro, se desentendía del abrazo y seguía su camino. Entonces yo le pedía a Juan que lo siguiéramos hasta su depa. Así nos asegurábamos de que llegara sano y salvo. Juan nunca sospechó que yo me hubiera metido con Sergio. Sé que estuvo mal, pero nunca planeé esa infidelidad, Fer, te lo juro. Es solo que esa vez, en Oaxaca, tenía necesidad de atenciones y los hongos hicieron su efecto. Ahí descubrí muchas cosas que sentía por Sergio. Éramos muy buenos amigos, y me compadecía de él porque la novia lo había dejado. Incluso, en varias ocasiones, lo acompañé a verla para darle celos, o al menos viera que Sergio no la pasaba mal sin ella.

¿Sabía Juan que acompañabas a Sergio a ver a la ex novia?

Sí, le digo, lo sabía. A Juan le caía muy bien. Le cae bien, hasta la fecha. Eso dice. Nunca supo que le pinté el cuerno. Fue muy irónico que yo empezara a ir a consulta con la psicóloga y que, días después, Juan me propusiera tener un hijo. ¿Te imaginas? Pero fue con la psicóloga que me di cuenta de que a Sergio no solo lo quería como amigo. En la consulta le conté sobre un patrón de conducta que yo había descubierto en mi vida, con mis parejas anteriores: siempre escogía a hombres buenos, responsables y comprensivos, y en todas las ocasiones acabé poniéndoles el cuerno. Para colmo, mi terapeuta había fracasado recientemente en su relación de pareja, pero no me contó nada al respecto. Lo supe por la persona que me la recomendó. Esa es otra ironía, supongo. Ella dijo que inconscientemente yo escogía hombres parecidos a mi padre: responsables, trabajadores, comprensivos. Dijo que, al final, yo los dejaba en venganza por lo que mi padre había hecho con mi madre: dejarla por otra. Fue raro que dijera eso, porque mi terapeuta, regularmente, sólo me escuchaba y hacía preguntas. Es cierto: yo presencié la última pelea de mis padres. Recuerdo que mi madre gritaba y lanzaba golpes. Él le dio una bofetada que la mandó al suelo.

¿Y tú qué piensas? ¿Eres vengativa?

No, le digo, no es venganza, simplemente las cosas se han dado de esa forma en mi vida.

Fer abandona la silla. Voy al baño, dice.

En la mesa de junto veo a una pareja de esposos que se ignoran mientras beben café. Él hunde el rostro en un periódico. Ella bebe la luz del móvil donde teclea frases con una sola mano. La “meserzuela” regresa. Me extiende una servilleta con un número telefónico.

¿Puedes dárselo a Fernando?, dice. Escuché que hablabas sobre tu novio. No soy metiche, pero sé que Fernando es soltero, se le nota, y yo soy muy tímida, ríe.

Claro, le digo, se lo doy en cuanto vuelva.

Gracias, dice, y se retira con pasos light y sonrisa de leche de soya. Deja un rastro de perfume dulzón, de esos que me chocan. Guardo la servilleta en el bolsillo de la chamarra y escucho una notificación de mi teléfono celular. Es un mensaje de Sergio: “Tú y yo. Una playa. Trajes de baño. Tragos coquetos. Piénsalo”.

Oye, ¿te dijo algo la terapeuta sobre los reclamos de Juan, en cuanto a que no hacías labores en tu casa?, pregunta Fer, a su regreso.

Sí, le digo, me explicó que es un síntoma de que algo no estaba bien en la relación, un símbolo de algo más grande que se interpone entre una pareja. Tengo que irme, miento, Sergio acaba de escribirme, me invitó a cenar.

Bien, vámonos, dice Fer.

Llamo a la mesera y pagamos la cuenta. Ella desata su sonrisa de leche de soya y Fer le entrega la suya, de leche entera. De pronto hay un intercambio de sonrisas entre los tres. El momento es cursi, como de niños que se ponen de acuerdo para hacer una diablura.

Al abandonar la mesa recuerdo la servilleta que me dio la mesera. En el camino hacia el auto de Fer meto mi mano en la chamarra. Siento la aspereza del algodón y una fuerza extraña me impide extraer el recado. Es mi mano, la siento pesada. No puedo sacarla del bolsillo. Resulta irónico que el resto de mi cuerpo esté lleno de vitalidad, listo para subir a un cuadrilátero y protagonizar un combate bíblico, como aquéllos que veía en la tele cuando niña, junto a mi padre, cada sábado, a su regreso de esos viajes de negocio que mi madre recuerda con desdén hasta la fecha.


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