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Javier González

Como esta y otras noches.


Sale disparado hacia la calle en una noche erecta. Conoce el rumbo. Va hacia la zona de las “paraditas”. Encuentra a una de ellas con facilidad, a escasos metros, como prevista en uno de sus planes: nalgas erguidas que abultan su minifalda; piernas de princesa correteada por jaurías en carrera interminable.

Aún no atreve acercamientos, desmotivado por la flacura de su cartera. Sí y no: también es un reto digno, un aliciente. Ve un auto disminuir la velocidad. El conductor dispara un mi reina, qué ganas de quitarte el frío. Obvio: él teme que se le adelanten, pero opta por disfrutar el asedio que prodigan a su elegida. Un transeúnte pasa rozándola. Ella se repliega cuando el fulano muerde sus senos con la mirada. El escote acusa recibo de ese atrevimiento. Él se despoja del frío como de un abrigo. Envalentonado, se le planta enfrente: ¿Cuánto? 1,000 pesos por una hora. Te doy 800 por la mitad de lo que ofreces. Tengo depa aquí a la vuelta y seré lo que deseas; un tigre, si tú quieres. Ella se encabrona: si sales con una mamada diré que eres puto, gruñe, no empieces algo que no vas a terminar porque acabo con tu reputación. Aquí me conocen todos.

Enfilan para el depa. Él le mordisquea las nalgas con los ojos. Mete la llave tiesa en la boca de la puerta. Entran lascivos: paso de depredadores. Ella se mueve a sus anchas, como si el rumbo del pasillo le fuese cotidiano. ¿Luz apagada o prendida?, pregunta él. Cállate y túmbame ahora, responde ella, dama de exigencias. ¿Qué eres, tigre o cachorrillo? Pregunta que amordaza el silencio. Él evita la bombilla, pero enciende una lámpara débil, de luz roja, delatora de curvas y músculos asesinos. La besa con voracidad, levantándola a su altura, por las nalgas. Sus manos arden sobre esas esferas de dura gelatina. Su lengua repta entre los senos, sedienta y venenosa. Ella suelta naves de gemidos: agrietan el mar de las tinieblas. La falda se hunde en el pasado. Nado de felino bajo la blusa, garras que aferran filetes sudorosos. La nalguea duro. Ella se anuda a su cintura, gana terreno lascivo en subibaja. Mordeduras en el cráneo, cuello, senos, manzana de Adán, clavículas deseables; aullidos que yerguen el fulgor de estrellas imaginarias. Caen sobre la cama, en sábanas de encuentros más terrestres. Ella vira, alza la grupa incandescente; él la llena con toscas embestidas. Ambos, mujer y hombre, son los mismos, los de siempre, pero diferentes. Platillos insospechados para depredadores ocasionales. Él se hinca y la atrae hacia su abdomen, sin sacársela ni un ápice. Descubre un tatuaje que antes no había visto, gena en forma de palabra “puta”. La dama ha hecho su trabajo: actriz galardonada con estatuilla de deseos teatrales. Se vienen dos veces, sin salirse del perímetro del lecho, mientras los tacones calan en las nalgas del actor. De pronto surgen los aplausos de un público inexistente. Él se dobla hasta su vientre y besa su nuez depilada hasta sacarle brillo. Ella extrae una bata reconocible del clóset: telón que cubre sus sudores seminales. Sus pies desnudos abren el camino hacia otra recámara. Él la sigue, exhausto, satisfecho. Juntos abren una puerta, cautelosos, contemplan a sus hijos con ternura. “Los hicimos con amor desenfrenado”, dice ella. “Como esta y otras noches”, agrega él, con sonrisa de semen en los labios.


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